Si en 1994 alguien hubiera preguntado quién sería el principal aliado de un eventual presidente “de izquierda”, el EZLN o Carlos Slim, el simple planteamiento hubiera resultado hilarante.

Sin embargo la realidad superó al más liberal de los sueños. En tanto el dueño de Grupo Carso duplicó la fortuna personal durante la actual administración, las comunidades zapatistas siguen más o menos en lo mismo que hace 30 años: adjetivadas, señaladas, perseguidas, aisladas, despojadas.

Desde aquel 21 de enero, cuando Sebastián Guillén publicó: “¿De qué tenemos que pedir perdón? [...] ¿De no callarnos en nuestra miseria? ¿De no haber aceptado humildemente la gigantesca carga de desprecio y abandono? [...] ¿De haber demostrado al resto del país y al mundo entero que la dignidad humana vive aún y está en sus habitantes más empobrecidos?”, las preguntas siguen sin respuesta, y por el contrario, ahora el poder autodenominado de izquierda les inquiere dispensas por no llamar a votar y hacer campaña por ellos.

En tiempos famélicos de otredad, los coyunturalmente revestidos de sistema hegemónico, y su rostro más visible, se dedican a endilgar adjetivos en una expresión que para muchos fue sacudida abrupta. Se olvida que los zapatistas, el zapatismo, despertaron a una generación cuyo entorno estaba determinado por la entelequia de la modernidad envuelta en cinco letras: TLCAN.

Pero la historia se empeñó en ser contundente. En tanto la narrativa oficialista estaba lista para lanzarnos al siglo XXI a lomos del libre mercado, un cable a tierra se manifestó y dejó como huella que permanece indeleble para cualquier gobierno, por progresista que se diga, una exigencia: el derecho a tener derechos.

La vida orgánica de las comunidades y organizaciones en México tiene diversas raíces, momentos e impulsos. Desde luego que la resistencia a ser invisibles y plegarse a los planes elaborados por los siempre empoderados desde el entramado institucional no nace con el zapatismo, pero tuvo la contundente fuerza simbólica para volver memorable la irrupción.

Enero de 1994 tuvo como caldo de cultivo movimientos de todo tipo, desde los colonos populares del norte del país, los obreros en busca de democratizar sindicatos, los maestros rurales, los procesos de organización de corte maoísta, las estructuras ejidales bajo la construcción de poderes autogestivos, los estudiantes y hasta los esfuerzos urbano populares surgidos después los sismos de 1985 en la Ciudad de México.

Todas ellas, expresiones que resistieron el avasallamiento del sistema sordo, brutal y determinado por la ganancia y el despojo. No deja de sonar y leerse estridente que 30 años después se pida a los zapatistas respaldar una política económica que todavía reposa en los resortes de las modificaciones neoliberales del salinismo.

Cuando López Obrador reclama al zapatismo no llamar a votar por él se coloca como uno más en la cadena de agravios contra las comunidades. Cabe preguntar: ¿cómo diferenciar las dentelladas del poder modelo 2018-2024, de las diatribas foxianas que rezaban “no vengan armados y de ser posible no traigan pasamontañas”, que vieron la luz en la víspera de la caravana zapatista del año 2001?

La visión institucional formal y a contrapelo de las demandas que datan de hace más de 500 años tiene en la bitácora todo tipo de fallos. Persisten quienes quieren hacer que el zapatismo entre en una ruta electoral y de marquesina mediática, ahí están quienes los consideran enemigos de algo que únicamente existe en el imaginario de un colectivo que subsiste desde la repetición: “La Cuarta Transformación”.

Treinta años de movilizaciones solidarias. Baste recordar los múltiples conciertos a donde había que acudir con víveres para las caravanas que salían rumbo a los altos chiapanecos. Fotogramas que se agolpan en la memoria con miles de mujeres y hombres organizados, reunidos, llegando a municipios, bajando de las montañas, que alimentaron, alimentan y alimentarán a los dispuestos a no resignar este nosotros desigual, aislado, en la zozobra.

Para muchas generaciones de mexicanos la palabra zapatismo tiene un significante de dignidad, de voluntad para ser y estar, de confianza en el otro, de la perenne posibilidad de ganarle terreno a la injusticia, a la mentira, de no renunciar a ser libres y conquistar todos los días el derecho a decidir.

Tres décadas impelen dejar para mejor ocasión las críticas, que las hay, a quienes fueron erigidos como voceros de una resistencia de larga data. Hoy vale la pena insistir e incluir a las nuevas luchas en los planteamientos de la Cuarta Declaración de la Selva Lacandona: “Techo, tierra, trabajo, pan, salud, educación, independencia, democracia, libertad, justicia y paz. Estas fueron nuestras banderas en la madrugada de 1994. Estas fueron nuestras demandas en la larga noche de los 500 años. Estas son, hoy, nuestras exigencias”.

El espejo sigue ahí, sin empañarse, nutriéndose del denuesto, de la incapacidad para deponer el poder atrofiado, de la unidad que nace en cada injusticia, de la esperanza permanente por construir “un mundo donde quepan muchos mundos”.

Consultor en El Instituto.

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